Salem se ha
convertido hoy en una atracción- turística para los que desean ver los restos
que nos recuerdan ese capítulo un tanto oscuro de la historia americana.
Algunos episodios de la serie de televisión Embrujada fueron filmados allí para
mezclar viejas y nuevas leyendas, la concepción medieval de la bruja como una
devota de Satán y la versión de Hollywood, como una especie de superser
divertido. Pero lo cierto es que allí sucedió algo feo, y ni con muchas
carcajadas se podría borrar el daño hecho en nombre de Dios y de la Corona.
Todos aquellos
comadreos sobre las brujas como consortes del Diablo pasaron de moda con la
aparición de una nueva mentalidad científica. Los propios juicios habían
co-menzado a desvanecerse aun antes de que eso ocurriera, al ir cobrando
conciencia, como ocurriera en Salem, de que la ley no era el vehículo más
apropiado para tratar con lo que la gente llamaba lo sobrenatural. Además, tal
como señala
Trevor-Roper, una tendencia general a un menor uso de la tortura como técnica de interrogatorio significaba que se producían menos confesiones y cuanto menos abundaban éstas, menor era la probabilidad de que se produjeran nuevos juicios.
Pero en las
regiones en que las antiguas creencias mueren lentamente, como en el área rural
de Devonshire, que tan bien recuerda Tanya, el miedo a la brujería podría
engen-drar todavía violencia. Doreen Valiente cuenta la historia de un granjero
de Devonshire que atacó a una mujer a la que acusaba de haber embrujado a su
cerdo. Sus intenciones habían sido extraerle sangre para romper el hechizo y
había amenazado con matarla. Eso sucedía en 1924, pero no me cabe la menor duda
de que hoy aún se mantienen los mismos puntos de vista.
Tanya tuvo la
fortuna de no hablar de su brujería cuando era una niña que asistía a la
escuela en aquella región ; también ella podía haber sido atacada. Incluso
ahora empleamos continuamente seudónimos, porque no estamos seguros de que
alguien, en alguna parte, no la culpe de cualquier contrariedad privada que
esté experimentando.
El filósofo
americano George Santayana dijo en una ocasión que los hombres que ignoran la
historia están condenados a repetir sus lecciones. Yo albergo la firme sospecha
de que lo inverso es también cierto. Con frecuencia, necesitamos la experiencia
del presente para comprender el significado del pasado.
Las cacerías de
brujas de finales de la Edad Media pueden considerarse una versión especial de
las grandes cazas de espías que se producen siempre que los pueblos empie-zan a
temer la subversión provocada por un enemigo fuerte y astuto. Pero la
psicología que las provocó no cambiaría, ni aunque una nueva metafísica
sustituyera a la antigua. Tal como sugiriera Arthur Miller en su obra El
Crisol, el miedo al sabotaje no ha variado mucho, tanto si el escenario es el
Salem del siglo xvii o Washington durante la era McCarthy. Solamente varían los
dioses y los diablos.
Una de las cosas
menos agradables de la caza de espías es el modo como la conducta de los
patriotas imita la supuesta imagen del enemigo.
Tenemos, por
ejemplo, a la John Birch Society y los Minutemen, que son una copia de las
características más odiosas del Partido Comunista de la Unión Soviética. Lo
mismo puede decirse de las dictaduras de Grecia, Brasil o Vietnam del Sur,
cuando leemos sobre las tácticas, que incluyen arrestos indiscriminados y con
frecuencia torturas mortales, empleadas para detener una real o imaginaria
amenaza comunista.
En Inglaterra, en
la que en general no se dieron los aspectos más macabros de la caza de brujos
continental, uno de los personajes más desagradables que sacó a la palestra el
miedo general a la brujería fue un oscuro abogado llamado Mattew Hopkins,
quien, comenzando en 1644, aterrorizó sistemáticamente al condado de Essex con
un preten-dido despacho del Parlamento, por el que se le nombraba Descubridor
General de Brujos. Ofrecía sus servicios mediante el pago de una cuota y
demostró ser muy diestro obteniendo confesiones, sin respetar las leyes que
prohibían la tortura de sospechosos. Hopkins, que en una ocasión aseguró estar
en posesión de la nómina del Diablo de todas las brujas de Inglaterra (podemos
imaginárnoslo en pie ante el tribunal de un pueblo proclamando "Tengo una
lista"), basaba su propia imagen del brujo en el volumen escrito por el
rey Jacobo I, poco antes de su ascensión al trono de una Inglaterra y Escocia
unidas.
Jacobo quería que
su libro Demonología fuera una réplica para escépticos como Reginald Scot,
autor de El Descubrimiento de la Brujería, y en él britanizaba la imagen
europea de la bruja como amante del Diablo. Los Estatutos de 1604, aprobados un
año después de que Jacobo llegara a Inglaterra, ampliaban la definición de las
acciones que constituían brujería y reforzaba las penas que debían aplicarse.
El rey fue volviéndose gradualmente más y más escéptico, especialmente después
de haber presenciado un caso claro de hechizo fraudulento, pero su libro y sus
leyes quedaron como plaga de un periodo posterior. Para el abogado de Essex
resultaron ser un atajo hacia la fama y la fortuna.
Siguiendo las
descripciones dadas en la Demonología, Hopkins pasó dos años dando caza a
mujeres cuyos animales domésticos podían ser tomados por demonios encar-nados
("familiares"), enviados para aconsejarlas en sus maleficios. Además
de emplear la tortura psicológica del interrogatorio continuo de veinticuatro
horas, revivió la ordalía medieval de "nadar" a una bruja sospechosa,
o sea : lanzar a la mujer a una corriente de agua, para ver si flotaba o se
hundía, asumiendo que el Diablo impediría que su sierva se ahogara. No pasó
mucho tiempo antes de que sus actividades fueran interrumpidas por más altas
autoridades, pero, si aceptamos las antiguas estadísticas, Hopkins se hizo
responsable de varios cientos de ejecuciones antes de que fuera llamado a
responder por sus procedimientos ilegales y por los beneficios que había
obtenido con su persecución de las brujas.
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