Resultan
particularmente inquietantes las referencias a una "raza de brujas",
por su sugerencia de que lo que podía haber sido una transgresión voluntaria
por parte de los padres se convertía en un estigma metafísico en el hijo, lo
que podía emplearse tranquilamente para justificar el genocidio.
El hermano
Heinrich es una aterradora muestra de la clase de histeria que podemos esperar
siempre que empieza a rumorearse sobre una conspiración extraña. Si hubiese sido
un sacerdote de nuestros días, le encontraríamos excitando a los Caballeros de
Colón locales contra el peligro comunista y escribiendo análisis profusamente
documentados sobre los mensajes subversivos que pueden hallarse en la música de
rock.
La Inquisición,
que era normalmente un organismo investigador, recibió carta blanca del papa, y
con su mortal eficiencia, Institutoris enseñó a Occidente cómo se debía cazar a
los brujos.
Los documentos
franceses y alemanes de los dos siglos siguientes dan testimonio del modo como
las comunidades, una y otra vez, se diezman a sí mismas y luego rechazan con
horror lo que han hecho. El Malleus presentaba a las brujas como hambrientas
sexuales, y, tal como apunta H. C. Erick Midelfort en su propio trabajo sobre
las cacerías de brujas, fue precisamente en este período cuando comenzó a
desmoronarse el antiguo concepto del matrimonio y había más cantidad de mujeres
solteras que pudieran provocar las sospechas de los oficiales al cargo.
Cuando la cacería
cobró auge, no fueron las únicas víctimas las mujeres solteras o infieles. Como
cada víctima debía confesar quién más se había rendido al Diablo, se formaron
listas que incluían a hombres, mujeres, niños y ancianos. Los posaderos y las
comadronas eran los que corrían mayor riesgo de ser nombrados en una primera
ronda de acusaciones, pero pronto les siguieron los propietarios y hombres de
negocios poco populares. Los encargados de la ley disidentes, en especial los
que criticaban aquellos procedimientos judiciales, eran también blancos fáciles
para sus colegas, pero con frecuencia caía en su propia red alguno de los
perseguidores. La confesión de un perseguidor, nombrado quizás por sospechosos
sedientos de venganza, acostumbraba a ser precursora de un último estallido de
pánico, antes de que la comunidad reconociera lo absurdo de su postura. Incluso
después de esto, tardaba años en desaparecer el faccionalismo causado por los
juicios y entre el resquemor reinante aún podía producirse alguna nueva caza de
brujas. ¡Y todo ello en nombre de la religión y del orden público!
Es importante
advertir que a pesar de la descripción que tenemos de Heinrich Institutoris, la
mayor parte de los juicios de Europa no fueron provocados por la Inquisición y
que ésta hizo poco caso del extenso Malleus Maleficarum. Las divisiones que
produjo en la cristiandad la Reforma Protestante solamente sirvieron para
fortalecer la convicción de las comunidades francesas y alemanas de que el
Diablo estaba interviniendo realmente, de un modo nuevo y aterrador, en los
acontecimientos humanos. Protestantes y católicos, divididos en cuestiones
doctrinales, convenían en que los que habían hecho un pacto con Satán habían
cometido el peor de los crímenes humanos, algo tan horrible y tan oculto que
justificaba el uso de procedimientos extraordinarios para su descubrimiento.
Ninguna acción maléfica (maleficum), ni la asistencia física a un aquelarre,
resultaba tan significativa para los perseguidores continentales como el hecho
de que alguien, por lujuria o avaricia, hubiera renunciado a sus votos
bautismales para convertirse en la presa del diablo.
Una de las
ironías más persistentes de los juicios es que las confesiones se aceptaban como
seguros indicadores de la extensión de la actividad diabólica dentro de una
comunidad. Las brujas admitirían repetidamente que habían sido engañadas por el
Padre de las Mentiras, porque el oro que les había prometido se convertía en
bóñigas o trozos de loza, o los amores demoníacos resultaban más dolorosos que
plancenteros. Incluso los aquelarres tenían que ser considerados posiblemente
ilusorios. Pero cuando una persona, sin importar su edad o posición, era
nombrada como bruja por varios sospechosos tenía que enfrentarse a su vez con
los torturadores.
Casi nunca dejaba
de decir un sospechoso lo que se esperaba de él y las circunstancias de su
confesión eran empleadas para rechazar cualquier posterior retractación. La
única alternativa -absolutamente inaceptable para aquellos hombres piadosos-
hubiera sido admitir la posibilidad de que los propios juicios fueran una
mentira.
Hasta ahora hemos
estado hablando sobre el desarrollo de la leyenda de la brujería en las
regiones de Europa en que se habían producido ya las persecuciones de los
cátaros y los judíos. De entre las diversas teorías de cómo comenzó la locura
de la brujería de aquel modo a finales del siglo xv, Trevor-Roper escoge la
idea de que representaba el perenne conflicto existente entre los aldeanos de
las llanuras y la población de las montañas, que generalmente era de distinto
origen racial. Midelfort lo ve como una consecuencia de las dislocaciones
producidas, en parte, por los cambios socioeconómicos de finales de la Edad
Media y, en parte, por los conflictos entre católicos y protestantes que trajo
la Reforma.
Y, desde luego,
existen las viejas y ahora desechadas teorías de que los juicios fueron
resultado de las frustraciones sexuales del clero o de la ansiedad de los
perseguidores por confiscar las propiedades de los condenados. Lo que no
debemos olvidar es que la idea medieval de la bruja venía evolucionando desde
hacía siglos. Al principio, fue la clásica mujer vieja y fea, cabalgando en una
escoba (como aparece en una ilustración del siglo xiii), con un demonio a su
lado en forma de gato o sapo. En los siglos xvi y xvii, este estereotipo se
desmoronó completamente. En esta nueva y peligrosa era se creía que el Diablo
podía comprar la adoración de cualquiera. El gran astrónomo Kepler, por
ejemplo, no pudo impedir el arresto de su propia madre por bruja, que murió en
la prisión antes del juicio, quizá por fortuna para ella. Al principio del
siglo xvii, un grupo de monjas ursulinas de un convento de Loudun mostraron
algunos signos de posesión demoníaca, y un cura impopular, Urban Grandier, fue
ejecutado como el hechicero que había vendido sus almas al diablo. Sí, Satán se
encontraba en todas partes, incluso dentro de la propia iglesia.
Yo estoy de
acuerdo con la teoría de Midelfort de que las cacerías de brujos en general
eran el reflejo de una inseguridad, al ir dejando paso la era medieval a la
moderna ,pero una cacería de brujas podía también producirse simplemente porque
una comunidad, sabedora de su existencia por todas partes, creyera haber
encontrado pruebas de haber sido atacada por el Diablo.
Lo que ocurrió en
Salem, en la colonia de Massachusetts,es un buen ejemplo. En conjunto murieron
menos de cincuenta personas en América por cargos de brujería, pero veinte de
ellas eran de Salem en el horrendo pánico de 1692.
Para comprender a
Salem debemos advertir que, en los siglos xvi y xvii, Inglaterra y sus colonias
parecían mucho menos preocupadas por la brujería que la Europa continental.
Nunca existió,
por ejemplo, la preocupación por la herejía que se había convertido en la
sustancia de los juicios continentales, y no se empleaba la tortura para
extraer la clase de confesiones que han perpetuado las cacerías de brujas en
Francia y Alemania.
-El libro de
Chadwick Hansen, Brujería en Salem, es un esfuerzo tardío para librar a los
jefes puritanos de Massachusetts, especialmente a Cotton Mather, de los cargos
for-mulados contra ellos por cronistas no simpatizantes. Lo que ocurrió, según
él, fue que ciertas chapucerías en el terreno de la adivinación provocaron
reacciones histéricas en una pandilla de adolescentes. La acusación inicial de
brujería pareció justificada cuando una de las mujeres acusadas por las
muchachas (Tituba, una esclava india caribe) confesó libremente su diabolismo.
Las investigaciones que siguieron proporcionaron pruebas que sugerían que otras
personas de las que fueron después juzgadas habían practicado la brujería,
llegando incluso a la magia negra, pero esto, de por sí, no hubiese
diferenciado a Salem -o a sus juicios- de cualquier otra comunidad americana o
inglesa.
Lo que distinguió
a Salem fue que los tribunales optaron por aceptar la "evidencia
espectral" -las descripciones dadas por las muchachas de cómo
"veían" a varios miembros de la comunidad intentando acciones
maléficas contra ellas- en contra de la opinión públicamente expresada de Cotton
Mather, que ya había tratado antes con éxito casos semejantes de histeria.
Puesto que la histeria medra con la atención, cierto número de hombres y
mujeres fueron acusados, convictos y ejecutados antes de que los jueces
comprendieran que aquellas acusaciones que se iban multiplicando, y que pronto
alcanzaron a los más influyentes ciudadanos de la comunidad, tenían que ser
falsas.
Este giro de
opinión pisoteaba los fenómenos que habían precipitado los juicios, y la
experiencia de Salem fue un factor que influyó en la renovación de las leyes
inglesas, que pusieron término a semejantes persecuciones. Los brujos podían
seguir siendo arrestados, pero solamente como impostores.