El hecho de que
los teólogos siguieran debatiendo los detalles de la brujería (¿eran los
aquelarres de los brujos una alucinación o una horrenda realidad?) pudo ser un
factor que contribuyera al declinar de los juicios en masa, a finales del siglo
xvli, pero raramente ayudó a los acusados de brujería. El brujo era condenado
por lo que era, no por lo que hacía. Para la iglesia era tan pecaminoso complacerse
en una orgía
enteramente
imaginaria como asistir en persona a semejantes jaranas.
Si no olvidamos
que la hechicería había sido punible incluso en la Roma pagana, comprenderemos
mejor cómo juicios que se aceptaban cuando estaba a punto de expirar el imperio
romano, con el transcurso de varios siglos pudieron llegar a convertirse en una
carnicería legalizada de gigantescas proporciones, una avalancha que terminó
con los últimos reductos de la libertad personal.
Lo trágico fue
que solamente cuando esto ya hubo ocurrido comenzó a dar la vuelta la opinión
pública y cesó la histeria. ¿Cuántos murieron antes de eso? Muchos escritores
aceptan las exageradas cifras de perseguidores extremadamente celosos y hablan
de nueve millones de muertes ; la horrenda cifra de doscientos mil parece
acercarse más a la verdad.
La leyenda de la
brujería, como un mal distinto de la mera hechicería, empezó a cobrar impulso
en el siglo vIII. En 1022, en la ciudad francesa de Orleans, se celebró un
juicio por herejía en el que se citaron las acusaciones de orgías sexuales y
canibalismo, que ya habían empleado los romanos contra los cristianos y los
cristianos contra los judíos. También se hablaba del transporte instantáneo a
rituales obscenos, en que se adoraba al Diablo bajo la forma de un hombre negro
(una acusación que entonces no tenía un carácter particularmente racista,
aunque pudo dar origen a un posterior racismo).
En 1335, la
Inquisición celebró en Toulouse y Carcassone, antiguos centros heréticos,
varios juicios notables por dos razones. Primera, el empleo del término
"sabbat" para indicar unos días específicos para el culto; segunda,
la aplicación de la tortura para la obtención de las confesiones necesarias,,
para que los sospechosos pudieran ser entregados por la iglesia al estado,
"el brazo secular", para su ejecución. Siglo y medio después, los
procedimientos y los cargos de los juicios no eran tan frecuentes como algunos
deseaban. En realidad, casi siempre parecía que los
representantes
locales de la ley no llegaban a apreciar la enormidad de la conspiración
diabólica que existía desde el advenimiento del siglo xv y era preciso que los
despertara un perseguidor entusiasta.
El Joseph
McCarthy que requería la época resultó ser un enérgico dominico de edad media,
llamado Heinrich Kramer, conocido también como Institutoris. Al parecer, se
trataba de un hombre bastante despiadado, que se había hecho con amigos muy
poderosos en Roma, y a través de ellos consiguió en 1474 un nombramiento papal
como Inquisidor para el sur de Alemania. En 1476, Institutoris se hallaba
sumergido en su afán de cazador de brujos, pero con frecuencia se encontraba
con las manos atadas por los requisitos de procedimiento que restringían el
alcance de la Inquisición.
Diez años después
de su nombramiento, Institutoris obtuvo un documento del papa Inocencio VIII,
por el que le concedía a él y a su camarada inquisidor, Jacob Sprenger, plena
autoridad para la caza de brujos, liberando así a su peculiar tribunal
eclesiástico de los límites impuestos por magistrados y obispos más
conservadores. Dos años más tarde, Institutoris persuadió a Sprenger, que era
también pro-fesor de teología en Colonia, para que prestara su nombre como
coautor de un nuevo tratado, Malleus Male ficarum (El Martillo de los Brujos),
con el que Institutoris esperaba recuperar parte de la reputación perdida a
causa de sus excesos.
No contento con
obtener la colaboración de Sprenger, Institutoris también hizo parecer
(aparentemente por medio de falsificación) que la prestigiosa facultad
teológica de Colonia refrendaba la obra, cuando en realidad solamente
cuatro profesores
se mostraron dispuestos a aceptar su extremismo. No transcurrió mucho tiempo
antes de que riñeran Institutoris y Sprenger, que al parecer era algo más razonable,
y por fin, después de que los dominicos le expulsaran de Alemania, el papa
halló un nueva misión para Institutoris en Europa Oriental.
Lo trágico es que
el Malleus, reimpreso varias veces, y que era un libro con estilo formal de las
discusiones medievales, se convirtió en la clásica referencia para todo
aquel que
quisiera ver brujos en su patio trasero. A los escépticos, les resultaba más
fácil ignorar que refutar... y, después de todo, había sido impreso incluyendo
una bula papal y una carta de aprobación de la famosa facultad de Colonia,
documentos capaces de intimidar a cualquiera.
La parte más
sabrosa del libro consiste en la consideración de la creencia de que los
demonios pueden funcionar como compañeros sexuales (los íncubos y súcubos) y de
que las mujeres, dada la perversidad de su naturaleza y lo insaciable de su
lujuria, se mostraban dispuestas a aceptar las delicias de aquellos amores
demoníacos. Es obvio que una mujer que desee el contacto sexual con un ángel
caído es capaz de los más abominables crímenes, pero Institutoris se
especializó en pintar su afición al aborto y al sacrificio de infantes, lo que
fue empleado más adelante contra muchas infortunadas comadronas, al llegar la
histeria a su punto álgido.
Además, los
brujos no solamente causaban la impotencia (un tema que se repite curiosamente
en toda la primitiva literatura sobre la brujería), sino que incluso podían
simular una castración en los desgraciados hombres que se enfrentaban con
ellos. Todo eso,añadido a los desastres acostumbrados del mal tiempo y las
peores cosechas.
Hay que advertir que no se cita el término "sinagoga", probablemente porque aún no había llegado a calar en la traducción popular alemana con la que estaba más familiarizado Institutoris, pero quizá también porque podía haber resultado contraproducente. La Inquisición, tal como la concebía aquel dominico obseso sexual, estaba interesada en el descubrimiento de las mujeres que habían tenido relaciones sexuales con demonios y que, con el fin de proseguir con sus infernales amores, consentían en actuar como instrumentos para la destrucción de sus vecinos cristianos.
En consecuencia, cualquier contratiempo personal, especialmente de tipo sexual, debía bastar para animar a un "testigo", cuyo anonimato era protegido durante todo el juicio, a denunciar a una bruja. Las cacerías de brujas, tal como indica H. R. Trevor-Roper en su propio análisis del perío-do, no hicieron más que heredar la lógica de los pogromos que a principios de siglo habían devastado la misma parte de Alemania en que apareció el Malleus.
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