viernes, 18 de abril de 2025

HISTORIA DE LA BRUJERIA Y WICCA PARTE XVII

 


El hecho de que los teólogos siguieran debatiendo los detalles de la brujería (¿eran los aquelarres de los brujos una alucinación o una horrenda realidad?) pudo ser un factor que contribuyera al declinar de los juicios en masa, a finales del siglo xvli, pero raramente ayudó a los acusados de brujería. El brujo era condenado por lo que era, no por lo que hacía. Para la iglesia era tan pecaminoso complacerse en una orgía

 

enteramente imaginaria como asistir en persona a semejantes jaranas.

 

Si no olvidamos que la hechicería había sido punible incluso en la Roma pagana, comprenderemos mejor cómo juicios que se aceptaban cuando estaba a punto de expirar el imperio romano, con el transcurso de varios siglos pudieron llegar a convertirse en una carnicería legalizada de gigantescas proporciones, una avalancha que terminó con los últimos reductos de la libertad personal.

 

Lo trágico fue que solamente cuando esto ya hubo ocurrido comenzó a dar la vuelta la opinión pública y cesó la histeria. ¿Cuántos murieron antes de eso? Muchos escritores aceptan las exageradas cifras de perseguidores extremadamente celosos y hablan de nueve millones de muertes ; la horrenda cifra de doscientos mil parece acercarse más a la verdad.

 

La leyenda de la brujería, como un mal distinto de la mera hechicería, empezó a cobrar impulso en el siglo vIII. En 1022, en la ciudad francesa de Orleans, se celebró un juicio por herejía en el que se citaron las acusaciones de orgías sexuales y canibalismo, que ya habían empleado los romanos contra los cristianos y los cristianos contra los judíos. También se hablaba del transporte instantáneo a rituales obscenos, en que se adoraba al Diablo bajo la forma de un hombre negro (una acusación que entonces no tenía un carácter particularmente racista, aunque pudo dar origen a un posterior racismo).

 

En 1335, la Inquisición celebró en Toulouse y Carcassone, antiguos centros heréticos, varios juicios notables por dos razones. Primera, el empleo del término "sabbat" para indicar unos días específicos para el culto; segunda, la aplicación de la tortura para la obtención de las confesiones necesarias,, para que los sospechosos pudieran ser entregados por la iglesia al estado, "el brazo secular", para su ejecución. Siglo y medio después, los procedimientos y los cargos de los juicios no eran tan frecuentes como algunos deseaban. En realidad, casi siempre parecía que los

 

representantes locales de la ley no llegaban a apreciar la enormidad de la conspiración diabólica que existía desde el advenimiento del siglo xv y era preciso que los despertara un perseguidor entusiasta.

 

El Joseph McCarthy que requería la época resultó ser un enérgico dominico de edad media, llamado Heinrich Kramer, conocido también como Institutoris. Al parecer, se trataba de un hombre bastante despiadado, que se había hecho con amigos muy poderosos en Roma, y a través de ellos consiguió en 1474 un nombramiento papal como Inquisidor para el sur de Alemania. En 1476, Institutoris se hallaba sumergido en su afán de cazador de brujos, pero con frecuencia se encontraba con las manos atadas por los requisitos de procedimiento que restringían el alcance de la Inquisición.

 

Diez años después de su nombramiento, Institutoris obtuvo un documento del papa Inocencio VIII, por el que le concedía a él y a su camarada inquisidor, Jacob Sprenger, plena autoridad para la caza de brujos, liberando así a su peculiar tribunal eclesiástico de los límites impuestos por magistrados y obispos más conservadores. Dos años más tarde, Institutoris persuadió a Sprenger, que era también pro-fesor de teología en Colonia, para que prestara su nombre como coautor de un nuevo tratado, Malleus Male ficarum (El Martillo de los Brujos), con el que Institutoris esperaba recuperar parte de la reputación perdida a causa de sus excesos.

 

 

No contento con obtener la colaboración de Sprenger, Institutoris también hizo parecer (aparentemente por medio de falsificación) que la prestigiosa facultad teológica de Colonia refrendaba la obra, cuando en realidad solamente

 

cuatro profesores se mostraron dispuestos a aceptar su extremismo. No transcurrió mucho tiempo antes de que riñeran Institutoris y Sprenger, que al parecer era algo más razonable, y por fin, después de que los dominicos le expulsaran de Alemania, el papa halló un nueva misión para Institutoris en Europa Oriental.

 

Lo trágico es que el Malleus, reimpreso varias veces, y que era un libro con estilo formal de las discusiones medievales, se convirtió en la clásica referencia para todo

 

aquel que quisiera ver brujos en su patio trasero. A los escépticos, les resultaba más fácil ignorar que refutar... y, después de todo, había sido impreso incluyendo una bula papal y una carta de aprobación de la famosa facultad de Colonia, documentos capaces de intimidar a cualquiera.

 

La parte más sabrosa del libro consiste en la consideración de la creencia de que los demonios pueden funcionar como compañeros sexuales (los íncubos y súcubos) y de que las mujeres, dada la perversidad de su naturaleza y lo insaciable de su lujuria, se mostraban dispuestas a aceptar las delicias de aquellos amores demoníacos. Es obvio que una mujer que desee el contacto sexual con un ángel caído es capaz de los más abominables crímenes, pero Institutoris se especializó en pintar su afición al aborto y al sacrificio de infantes, lo que fue empleado más adelante contra muchas infortunadas comadronas, al llegar la histeria a su punto álgido.

 

Además, los brujos no solamente causaban la impotencia (un tema que se repite curiosamente en toda la primitiva literatura sobre la brujería), sino que incluso podían simular una castración en los desgraciados hombres que se enfrentaban con ellos. Todo eso,añadido a los desastres acostumbrados del mal tiempo y las peores cosechas.

 

Hay que advertir que no se cita el término "sinagoga", probablemente porque aún no había llegado a calar en la traducción popular alemana con la que estaba más familiarizado Institutoris, pero quizá también porque podía haber resultado contraproducente. La Inquisición, tal como la concebía aquel dominico obseso sexual, estaba interesada en el descubrimiento de las mujeres que habían tenido relaciones sexuales con demonios y que, con el fin de proseguir con sus infernales amores, consentían en actuar como instrumentos para la destrucción de sus vecinos cristianos.

 En consecuencia, cualquier contratiempo personal, especialmente de tipo sexual, debía bastar para animar a un "testigo", cuyo anonimato era protegido durante todo el juicio, a denunciar a una bruja. Las cacerías de brujas, tal como indica H. R. Trevor-Roper en su propio análisis del perío-do, no hicieron más que heredar la lógica de los pogromos que a principios de siglo habían devastado la misma parte de Alemania en que apareció el Malleus.

 

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