Durante la Edad
Media, esas brujas, que debían mantener sus prácticas secretas a causa de las
prohibiciones, serían cristianas, pero con un cristianismo lleno de fuertes
reminiscencias celtas. Como ocurrió con el vudú de Haití, incluso el lenguaje
de la hechicería debió cambiar para reflejar las creencias oficiales que
sustituían a la más primitiva religión de un pueblo subyugado, pero la propia
hechicería suponía una estructura mítica extraída de una era casi olvidada.
Irónicamente, y de nuevo como en
Haití, las
costumbres de un desaparecido sacerdocio serían conservadas por individuos que
en una época anterior hubieran sido excluidos de tal ministerio. Hasta aquí,
pues, es correcto hablar de la "Antigua Religión", pero no
precisamente en el sentido que le da Margaret Murray.
Es obvio que se
dieron muchas otras influencias en la conformación de la brujería de la Edad
Media. La leyenda desarrollada por los perseguidores, introduciendo una visión
del mundo en términos cátaros, pudo empujar a los propios brujos a sustituir a
Cernunos por el Diablo, en su recuerdo de un pasado celta, aunque en estas
circunstancias era el Diablo como amigo de la humanidad y no como su implacable
adversario.
Otra influencia
fue la tradición de la magia ceremonial, reintroducida en Occidente por los que
estaban familiarizados con su continuidad en la cultura híbrida del mundo
is-lámico. Los textos mágicos, por ejemplo, eran una clara copa de la brujería
celta, aunque los magos, que generalmente eran hombres procedentes de un
ambiente urbano e intelectual, interpretaban su hechicería como una
manipulación de los poderes ocultos de la naturaleza y no como el erótico culto
al diablo atribuido a ignorantes campesinas. Pero, con el tiempo, retazos de la
ciencia de aquellos tratados pudo haberse mezclado con prácticas celtas, de un
modo que reforzó la imagen del brujo como el ser que cul-tivaba unos poderes
demoníacos.
Entre tanto, un
elemento potencialmente condenatorio se había introducido en la tradición de lo
que las brujas podían y no podían hacer. Era la idea de que el alma de un brujo
podía separarse, en cierto modo, de su cuerpo para asistir a los aquelarres o
hacer maleficia. El concepto de la lamia o striga del folklore grecorromano
pasó a aplicarse a los brujos en general. Ya no se trataba de cambiar de forma,
como en la licantropía (1), sino en la insidiosa acción del cuerpo astral o
espectral del brujo.
Parejo con esta
idea existía la convicción de que los endemoniados eran personas infestadas por
los poderes extraños adorados por los brujos. Mediante las ceremonias
relacionadas con el exorcismo, el embrujado podía ser obligado a revelar la
procedencia del mal que le aquejaba. Incluso podía ser capaz de presenciar lo
que le sucedía al cuerpo espectral del brujo, sin tener en cuenta lo que se
supiera sobre la localización o actividades de su cuerpo físico.
En Loudun, en la
década de 1630, una histérica priora francesa, Soeur Jeanne des Anges,
convenció a suficientes personas responsables de que estaba poseídaa como para
provocar el arresto de un sacerdote, Urban Grandier, que se había ganado la
enemistad de los principales ciudadanos de Loudun. Durante el juicio, los
jueces oyeron testimonios que aseguraban que el sacerdote, a pesar de estar
encarcelado, había podido aún atacar a las monjas en su convento. Condenado por
sorcier (brujo, hechicero), Grandier fue torturado y luego quemado vivo.
Soeur Jeanne,
cuya frenética retractación había sido considerada por los jueces como una
prueba más de la intensidad de su posesión, fue finalmente liberada de sus
demonios y se convirtió en una especie de celebridad en la corte de Luis XIII.
El hijo del rey, el futuro Luis XIV, nació con la camisa de la monja, de la que
se decía que era milagrosa,
((1) Término
médico para designar la manía en que el enfermo se figura estar
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