El caldero de la
bruja, que resultará familiar a cualquier lector de Macbeth, es otro ejemplo
del folklore celta reducido a una escala conveniente. En los mitos se
encuentran referencias a un caldero de la inmortalidad. Además, y puesto que
los celtas reverenciaban al agua más que a cualquier otro elemento, era natural
que los cubos y calderos tuvieran también su papel en su concepción de un buen
hechizo. "Bulle y burbujea, trabaja y confunde".
Aunque el poder
mundano de los druidas sucumbió en sus luchas con los romanos, ellos
sobrevivieron durante varios siglos de la era cristiana transmitiendo unos
conoci-mientos, que incluso en términos puramente seculares, los señores
locales encontraban superiores a la instrucción de los primeros sacerdotes
cristianos que habían conocido. El desarrollo en Escocia de una orden de monjes
altamente intelectualizados, con el Columba del siglo vi, significó que los
druidas, que ya estaban muy próximos a la extinción, ya no gozarían por más
tiempo de la ventaja que les daba su poesía, contra unos sacerdotes cristianos
que conocían la literatura latina y griega, así como la teología sistemática.
El mito se
convirtió en un folklore que los mismos cristianos incorporaron, para sus propios
propósitos, y la magia de los dioses y diosas pasó por un proceso de
infantilización, para brotar de nuevo como un conjunto de supersticiones
rurales sobre curaciones y adivinación.
La brujería en sí
misma no constituía todavía una fuente de terror para los cristianos. Todo lo
contrario. Carlomagno, que fue coronado gobernante del nuevo Sacro Imperio
Romano el día de Navidad del año 800, reforzó en sus capitulares las
prohibiciones contra la creencia en la antigua magia, como el Canon Episcopi
del que ya hemos hablado. Los verdaderos brujos -seres capaces de realizar
acciones maravillosas con la sola ayuda de sus propios poderes- no podían
existir ni existían.
A pesar de esas
negaciones oficiales, existía un folklore germánico en el que se advierten ecos
de las tropas ambulantes de guerreros de una era menos asentada.
Según estas
historias, un espíritu, generalmente una diosa llamada Perchta o Holda, e
identificada con la Diana romana, conducía a una horda de espíritus en una
salvaje cacería, que provocaba la destrucción de todo el que se cruzara en su
camino. Con el tiempo, esos cazadores sobrenaturales fueron considerados
personas reales, a las que la diosa había conferido el poder de volar -la
creencia que intentaba suprimir el Canon Episcopi-. Pero en un corto plazo de
tiempo, la creencia en Diana dio paso a la creencia en el Diablo, y quedó
establecido uno de los componentes del mito del aquelarre cuando los clérigos
medievales decidieron que Satán tenía el poder de transportar instantáneamente
a sus seguidores a sus obscenas jaranas. Después de todo,Diana no existía, y la
herejía que rechazaba el Canon Episcopi consistía en atribuir a una deidad
pagana poderes maravillosos. El Diablo era algo completamente distinto, y ahora
la herejía consistía más bien en negar su capacidad que en afirmarla.
Siempre se dio
por sabido que el Diablo no era una en tidad independiente de Dios. Según los
cristianos, los ataques de Satán debían ser considerados pruebas para los
justos,consentidas por el Señor. El texto básico aquí era el Libro de Jacob.
Los brujos -personas que aceptaban los mandatos de Satán, por cualquier razón-
eran culpables del crimen de traición contra el verdadero señor del mundo, eso
aunque las orgías a las que asistían los brujos fueran puras alucinaciones, un
engaño tramado por el Diablo para atrapar a los malvados.
En este punto se
entrecruzan la leyenda y la historia de modo muy curioso. En la literatura de
los juicios se leen una y otra vez historias de confesiones voluntarias, en las
que los sospechosos aseguraban haber asistido a los aquelarres, aun cuando
existían pruebas de que habían estado durmiendo. Para los que creían en las
brujas malévolas, esto introducía la idea de la "evidencia
espectral", como en los juicios de Salem, en los que quienes se habían
dedicado a prácticas malignas habían sido los cuerpos astrales de los acusados.
Pero para los
escépticos representaba la oportunidad de poder hacer un comentario sobre las
insólitas propiedades de los ungüentos usados por los brujos. Puesto que el
acónito, la belladona y la cicuta figuran entre las drogas mencionadas en las
recetas tradicionales para volar y cambiar de forma, los escépticos parecían
tener razón al
afirmar que los
únicos "viajes" realizados por las brujas eran los causados por los
ungüentos. En mi opinión, la cuestión reside en saber hasta qué punto se
empleaban realmente semejantes recetas.
Exceptuando a
Margaret Murray y sus seguidores, casi todos los estudiantes de la historia de
la brujería han oincidido en atribuir las confesiones no forzadas que aparecen
en la literatura del tema a desórdenes mentales. Las fantásticas descripciones
de los aquelarres, por ejemplo, han sido consideradas respuestas histéricas a
la frialdad y represiónque caracterizaban la vida medieval. Pero también
pudiera ser que se tratara de expresiones de una subcultura de las drogas,
enraizada o bien en la antigüedad o en los más recientes experimentos de las
personas consideradas farmacólogos rurales.
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