Te recomiendo a Dios Todopoderoso, mi querido hermano (o
hermana), y te pongo en las
manos de aquel de quien eres criatura, para que
después de haber sufrido la sentencia de
muerte, dictada contra todos los
hombres, vuelvas a tu Creador que te formó de la tierra.
Ahora que tu alma va a
salir de este mundo, salgan a recibirte los gloriosos coros de los
Ángeles y
los Apóstoles, que deben juzgarte; venga a tu encuentro el ejército triunfador
de
los generosos Mártires; rodeeate la multitud brillante de Confesores; acójete
con alegría el
coro radiante de las Vírgenes, y sé para siempre admitido con
los santos Patriarcas en la
mansión de la venturosa paz. Anímete con grande
esperanza San José, dulcísimo Patrón
de los moribundos. Vuelva hacia ti benigna
sus ojos la santa Madre de Dios. Preséntese a
tí Jesucristo con rostro lleno de
dulzura, y colóquete en el seno de los que rodean el trono
de su divinidad. No
experimentes el horror de las tinieblas, ni los tormentos del suplicio
eterno.
Huya de ti Satanás con todos sus satélites. Líbrete de los tormentos
Jesucristo,
que fue crucificado por ti; colóquete Jesucristo, Hijo de Dios
vivo, en el jardín siempre
ameno de su paraíso, y verdadero Pastor como es,
reconózcate por una de sus ovejas.
Perdónete misericordioso todos tus pecados;
póngate a su derecha entre sus elegidos,
para que veas a tu Redentor cara a
cara, y morando siempre feliz a su lado, logres
contemplar la soberana Majestad
y gozar de la dulce vista de Dios, admitido en el número
de los
Bienaventurados, por todos los siglos de los siglos. Así sea».
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