Cada vez que el hombre vuelve a
encarnarse, se encuentra en un organismo físico sometido a las leyes de la
Naturaleza física. Y en cada encarnación se manifiesta el mismo espíritu del
hombre, que es, como tal, un ser eterno en las diversas encarnaciones. Cuerpo y
espíritu se hallan uno frente al otro. Entre ellos debe existir un eslabón,
como lo es la memoria entre mis hechos de ayer y los de hoy. Este eslabón es el
alma, que se diferencia del espíritu. El alma conserva los efectos de mis
acciones de vidas anteriores y hace que el espíritu aparezca en una nueva
encarnación, pero dotado de todo aquello que en vidas anteriores ha podido
adquirir. Así se relacionan entre sí cuerpo, alma y espíritu. El espíritu es
eterno, mientras que el nacimiento y la muerte imperan en la corporalidad según
las leyes del mundo físico. En cambio, el alma vuelve a unir, siempre de nuevo,
el espíritu con el cuerpo, tejiendo el destino con el hilo de nuestras
acciones. Al hablar de la memoria se trata tan sólo de una comparación, de una
imagen simbólica. No se ha de creer que por alma se entiende algo simplemente
idéntico a la memoria consciente. En la vida cotidiana tampoco interviene la
memoria consciente si nos servimos de las vivencias del pasado. Conservamos los
resultados de estas vivencias, aunque no las recordemos siempre
conscientemente. El hábito, que aplicamos de manera automática, es una especie
de memoria inconsciente. Con esta comparación con la memoria se trata de
proyectar una luz sobre el alma, que se interpone entre el cuerpo y el
espíritu, y obra como intermediario entre lo eterno y el elemento material en
la vida, entre el nacimiento y la muerte. El espíritu que se vuelve a encarnar
encuentra pues su destino como resultado de sus acciones. Y por medio del alma,
unida al espíritul, se establece su enlace con este destino
¿Cómo es posible que el espíritu encuentre los resultados de sus acciones si, al reencarnarse, seguramente estará colocado en un mundo totalmente distinto al de su vida anterior? Los muertos no desaparecen para siempre. Son viajeros de otro plano, pero se hallan recorriendo un entorno al cual todos iremos, si no caemos en el desespero y en el suicidio. “El cielo se halla donde hemos puesto nuestro corazón“, dice Emanuel Swedenborg (1688 – 1772), científico, teólogo y filósofo sueco. Está claro que, del mismo modo que en la Tierra no hay uniformidad de ocupaciones y de rango social, no hay reglas fijas para la evolución en lo que llamamos el plano Invisible. Tras un período, más o menos largo, de aparente sueño sin sufrimientos, debido a que ya no existe ninguna materia física, el espíritu se despierta y empieza una nueva existencia. En un principio se relaciona con los que ha dejado en la tierra e intenta comunicarse con ellos a través del sueño o de un intermediario, si lo halla. La vida física anterior es la que determina el mundo que nos rodea y que, en cierto modo, atrae hacia nosotros las cosas que tienen afinidad con aquella vida. Lo mismo sucede con el alma-espíritu. Ella se rodea necesariamente de aquello que le es afín según su vida anterior. Esto no contradice la comparación entre sueño y muerte. Que encontremos, al despertarnos por la mañana, la situación creada por nosotros el día anterior, se debe directamente al curso de los hechos. Que encontremos, al reencarnarnos, un mundo circundante que corresponde al resultado de nuestras acciones en la vida anterior, se debe a la afinidad de nuestra alma-espíritu con las cosas que la rodean en la nueva vida. Lo que nos introduce directamente en este mundo son las cualidades de nuestra alma-espíritu al encarnarse. Pero sólo poseemos estas cualidades porque las acciones de nuestras vidas anteriores las han impreso en nuestra alma-espíritu. De manera que aquellas acciones son las verdaderas causas de las condiciones que encuentro al nacer. Y lo que hagamos hoy, será una de las causas de las condiciones que nos serán deparadas en una vida posterior.
De hecho, el hombre crea así su destino. Esto parecerá incomprensible si consideramos cada vida como si fuese única y no un eslabón en la cadena de vidas sucesivas. Realmente puede decirse que al ser humano no le ocurrirá nada que no esté determinado por las condiciones creadas por él mismo. La comprensión de la ley del destino, el karma, también nos enseña “por qué frecuentemente el bueno tiene que sufrir, mientras que el malo puede ser feliz”. Esta aparente disonancia dentro de los límites de una sola vida desaparece, si la mirada se amplía a muchas vidas. Naturalmente la ley del karma no puede concebirse como una justicia temporal. Esto equivaldría a imaginar a Dios como un anciano de barba blanca.
Gracias por compartir Griselda.
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