En mi opinión, la mayoría de las personas
estamos bastante seguros, o creemos estarlo, con los métodos que hemos usado
hasta ahora en la vida, y cómo hacemos las cosas, sobre todo porque eso nos
transmite una seguridad -que no siempre es cierta-, y por eso nos resulta un
poco incómodo cuando tenemos que hacer cambios.
En otras ocasiones no estamos a gusto con
cómo hacemos las cosas, pero… está sobrevolándonos siempre el miedo a las cosas
desconocidas, y el miedo con el que nos amenazan los cambios.
Lo que hemos aprendido se lo debemos a
nuestros padres e instructores, que nos han enseñado, pero no educado, y, en el
mejor de los casos, más con buena voluntad que con conocimientos precisos y con
acierto. Y así estamos.
Ya hemos podido comprobar que muchas de
las cosas que nos enseñaban lo hacían pensando en ellos –y en sus traumas, ilusiones
o desilusiones, en sus ambiciones, o en sus carencias- más que pensando en
nosotros.
También nos enseñaron nuestros abuelos,
los hermanos o compañeros de estudios, la gente de la calle, las experiencias,
la vida…
Pero tampoco han estado acertados del
todo, o tampoco han sido útiles y certeras todas sus enseñanzas. Hemos tenido
que sobrevivir, como fuera, para poder convertirnos en supervivientes.
Ahora es tiempo de organizar y hacer
limpieza, de descartar, de desechar, de deshacerse de las cosas que no son
válidas. De cambiar. En casa lo hacemos de vez en cuando con lo que hay en los
armarios y en los trasteros y luego nos queda una agradable sensación.
Es bueno comenzar los cambios –y más
cuando es uno mismo quien promueve esos cambios- con el ánimo más festivo, con
la ilusión más optimista, y con todas las ganas a favor, porque seremos
nosotros los primeros y principales beneficiarios de esos cambios.
Cualquier cambio que uno se proponga
siempre será para bien o para mejor, por tanto…
¿Para qué temer ese cambio?
¿Para
qué poner obstáculos o para qué los continuos aplazamientos?
La vida, por el hecho de habernos dado
cuenta, nos ofrece la opción de salirnos de lo que NO nos gusta y empezar a
hacer lo que SÍ nos gusta o lo que SÍ nos parece mejor que lo que tenemos.
Hay que ponerse de acuerdo con la
Autoestima, si está baja, para que colabore en la medida de sus posibilidades,
o, por lo menos, para que no ponga trabas y zancadillas. Uno siempre tiene
derecho, y siempre se merece, lo que sea mejor.
Es bueno desaprender lo que está mal
aprendido, borrar todo lo que nos está afectando negativamente, deshacerse de
las falsas creencias, borrar, tirar, devastar, arrasar, asolar, liquidar…y
hacerlo sin miedo.
No terminamos de ser conscientes del daño
que nos afligimos con esa persistencia de aferrarnos a lo que nos es conocido,
aunque sepamos que no nos es beneficioso.
Para resolverlo, es excelente observarse
uno a sí mismo, desde fuera, como si uno fuese un desconocido y quisiera saber
todo de sí mismo, y el mejor modo es estar pendiente de uno mismo en los
movimientos, en los pensamientos, en las reacciones, en las cosas que uno hace,
y preguntarse ¿por qué lo hago? y ¿para qué lo hago?, y así con cada cosa;
después hay que contactar con la respuesta sincera que corresponde a cada
pregunta, y uno se llevará sorpresas de por qué o para qué lleva mucho tiempo
haciendo algo que nunca lo ha decidido por sí mismo, sino que lo aprendió, o se
lo inculcaron –con gran insistencia, o tal vez sin palabras, pero el caso es
que lo copió o lo integró sin cuestionarlo nunca-, y eso es lo que repite uno
sin cesar, siempre, y sin haberse puesto en alguna ocasión a averiguar de dónde
sale ese modo de hacerlo.
Me dijo mi madre “no hables con
desconocidos”, pero me lo dijo cuando era un niño y yo sigo haciéndole caso, y
por eso no me permito hablar con desconocidos y por eso no conozco gente nueva.
“Desconfía de toda la gente”, me decía mi abuela, pero ahora ya soy mayorcito y
puedo arriesgarme a confiar en alguna gente, porque no todos son malos aunque
tampoco todos sean buenos, pero ahora yo puedo discernir por mí mismo y decidir
voluntariamente sin rechazar a todos y porque sí. “No practiques sexo, que te puedes quedar
embarazada y estropearte el resto de la vida”, pero eso me lo dijo cuando
cumplí doce años y ahora, a mi edad, sé que existen métodos anticonceptivos y
podría tener sexo sin quedarme embarazada, pero no lo tengo por seguir
obedeciendo inconscientemente a mi abuela. O a las monjas.
Si uno se observa en sus actos y se
pregunta el por qué o el para qué de cada uno de ellos, se va a llevar muchas
sorpresas. Lo garantizo.
La mayoría del tiempo actuamos de un modo
inconsciente, no deliberamos y sopesamos cada cosa que tenemos que hacer o
decir. Sería imposible. El conductor cambia las velocidades en su vehículo sin
pensar la razón de por qué tiene que pisar el embrague, los mecanógrafos
escriben en el teclado sin pensar dónde está cada una de las teclas, todos
andamos sin estar pendientes de dar órdenes a las piernas, etc.
Hemos aprendido ciertas fórmulas que
aplicamos automáticamente, sin revisarlas, y tenemos preparadas unas respuestas
o acciones fijas para cada ocasión y las aplicamos cada vez que se nos repite.
Eso quiere decir que no nos actualizamos. Seguimos un patrón que siempre
–repito: siempre- es ajeno, de otros, porque nosotros no participamos en la
selección de normas a usar pero, en cambio, las seguimos usando sin hacer una
revisión y actualización.
Sería muy interesante revisar y revisarse
en todo y desde el principio. Cuánto de mí y de mis decisiones propias hay en
cada cosa que hago. Por qué esto y por qué aquello. Quién ha decidido. Qué es
lo que yo realmente quiero. Quién manda aquí. Cuánto hay de mí en mí mismo.
Quién decide o ha decidido lo que hago. Por qué este carácter, estas
reacciones, los miedos, la falta de atrevimiento. Por qué no me atrevo. Cuánto
tiempo voy a seguir así. Cuándo voy a comenzar a ser como verdaderamente quiero
ser.
Voy a tener que desaprender muchas cosas.
Y poner en su sitio las que de verdad quiero. Las que son mías.
¿Y
tú?, ¿También?
¿Y
te atreves?
Te dejo con tus reflexiones.
Francisco de Sales
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